miércoles, 30 de diciembre de 2009

Mi madre / Inarrugable


INARRUGABLE


E
n algún punto de mi niñez, mi madre tuvo un vestido blanco de terylene.
Es curioso como a pesar de los años, ese vestido permanece incólume en medio de los grises ocultos en cada vericueto de la memoria. Se veía linda mi madre con su melenita corta, pañuelito al cuello y el plisado pulcro de la nueva tela que hacia furor en aquel entonces. Yo solía admirarla de reojo durante las caminatas domingueras que realizábamos desde nuestra casa, situada en calle Herrera, hasta la Quinta Normal.


Todo el trayecto por avenida Portales, era una fiesta de apronte infantil a lo que vendría después, al cruzar el umbral de la Quinta y entrar a ese terreno encantado que marcó los años de mi niñez y de de mis hermanos. Una vez traspasado el límite, nuestros saltos y carreras no cesaban hasta llegar a la orilla de la laguna. Ese era el lugar preferido de ella para sentarse a mirar los botes que se deslizaban sin ningún prejuicio sobre el agua verdosa del estanque artificial.

Así la recuerdo…callada, sentada junto a él (¿cómo se llamaba él?), la hermana menor aún entre sus brazos, tranquila, en el asiento de madera mirando el entorno como si quisiera empaparse de la placidez que la rodeaba. Tan confiable su presencia, como cierta su ausencia. La inocencia infantil no sabe leer los miedos, los ademanes inciertos ni la palabra torpe. Para nosotros, mi madre era sabia, buena y feliz, cómo no, si era tan linda, tenía que serlo de todos modos.

La vuelta a casa solía transcurrir en silencio, como respetando la agonía de una tarde que ya no volvería a repetirse hasta una o dos semanas más. A mí - como hermana mayor - más de una vez me perturbó la tristeza de mi madre al volver a casa. Niña al fin, lo atribuía a una acción solidaria y tan infantil como la nuestra: seguramente, a ella también le disgustaba dejar ese mundo de juegos y aventuras al por mayor. Mas, no había que afligirse: el tiempo pasaría rápido y ya volveríamos a disfrutar de otro domingo en familia. El cumplimiento de una rutina suele dar seguridad a nuestras perspectivas. Lo angustiante sobreviene cuando ella se quiebra.

Un día cualquiera, sin numeral preciso, mi madre no volvió a casa y nosotros, sus cuatro hijos, buscamos en vano los recuerdos necesarios para sobrevivir a su falta. Recorrimos cada vez que pudimos, la ruta de la infancia, con la secreta esperanza de recuperarla allí, en algún recodo manchado de incertidumbre. Nunca lo logramos. Cada vez que creímos verla, ella se desvaneció frente a nuestra angustia, apurando el ondear de su vestido blanco.

Mi madre temía a los gritos, a los insultos, a la pobreza y a las arrugas; tal vez por ello se negó a que la viéramos envejecer y se marchó en busca de un barquito de papel que la remontara por unas aguas más tranquilas.

No fue sino hasta lo inevitable que volvimos a verla. Mejor dicho, volví, porque ninguno de mis hermanos fue capaz de ir a reconocerla a la morgue de la posta tres. Aún recuerdo el sonido del metal al deslizarse la bandeja con su cuerpo exánime. Mi madre estaba allí, enjuta, helada y dura, pero, tan placida como si durmiera una reponedora siesta de domingo. No tenía su vestido blanco ni ropa alguna. Le acaricié la frente con cuidado, rogándole que me disculpara por no haber podido encontrado a tiempo y por no haber comprendido su ruego sin palabras. No me respondió. Estaba dormida.


Fallé otra vez. Por más que busqué, me fue imposible encontrar una prenda de terilene. Hube de reemplazarlo por lienzo blanco y un discreto pañuelito de colores. Se veía linda mi madre. Siempre lo fue.



De vez en vez, vuelvo a pasear a la misma Quinta de aquellos años. Todo parece permanecer igual a pesar del ruido de los motores en la avenida, la algarabía de los escolares y lo sucio del aire. La laguna está más pequeña (o mas bien, yo estoy más grande), y los botecitos siguen jugando al marinero con las risas de los niños y el recuerdo de los adultos. Yo me siento en el mismo sitio que lo hacía mi madre y desde allí juego a buscarnos y encontrarnos, ella y yo, entre el gentío, las ramas de los árboles, el chapoteo de los remos, y también, entre los pliegues desarmados de mi vestido blanco. Ya no los hacen como antes.



Amanda Espejo
Quilicura, 27 / Octubre / 2009